A través del cristal sucio, polvoriento, de la planta baja del hospital, vi cómo un grupo de enfermeros trataba de reanimar a una anciana tumbada en una camilla. Desde la calle, me quedé un rato en tal situación escuchando las voces que me llegaban, cercanas. Eran de allegados a la mujer, parecía que estuviese suplicando que la dejaran ya, que no intentaran nada, que de por sí era suplicio suficiente agarrarse a una vida de la que hace tiempo no se espera nada. Pobre vieja, pensé. Vivir tantos años una vida que probablemente ahora sólo ella conoce para después marcharse de un modo tan poco decoroso. Debía rondar los ochenta, no sé, hay edades que cuesta precisar.
Después de escuchar tanto alboroto atropellado, seguí mi camino. Di la vuelta al edificio y me senté en un banco frente a una de las entradas. Dejé la mochila a un lado y encendí un cigarrillo. Pensé en la vida y en la muerte. Sobre todo en la muerte. Pero sin drama añadido. Pensar en el momento en que se acerca el fin de nuestra existencia provistos de todas nuestras facultades mentales, las suficientes como para asimilar de un modo coherente el próximo destino que nos espera dadas las circunstancias. Sentí que sería mejor acabar sin tanto ruido. Paro respiratorio, algo así. Para escuchar sandeces, en tal situación, mejor que te dejen solo. A veces no nos damos cuenta de lo estúpidos que podemos llegar a ser apropiándonos de momentos que no son nuestros. ¡Menudo asco de protagonismo siciliano!
Pues así, ensimismado, pasé la noche, justo enfrente de la morgue. Decidí que no vale la pena sufrir en modo alguno por un hecho que es evidente para los seres humanos: naces y mueres. Y ya. El resto pertenece a la providencia. Admiro a las personas que pretenden alargar su existencia por la necesidad única de hacer algo que no hicieron todavía, y sienten la angustia de no poder llevarlo a cabo. Eso es principio. Luego están los otros; los que van por la vida dándose de hostias contra ella como pollos sin cabeza. A esos les da igual si la parca se presenta hoy o mañana, total, ni saben para qué se levantan cada día, huérfanos de quehaceres que dignifique un tanto su presencia. Pues bien, yo soy uno de estos. De otro modo, no habría reparado ni en la mujer, ni en la muerte, y ni mucho menos en absurdas reflexiones que entorpecen el buen funcionamiento de una vida ordenada, alejada de toda empatía ajena a la voluntad de querer sentirla. Sin embargo, allí me detuve tras cruzar aquella ancha avenida, contemplando absorto hechos que se suceden a cada instante en la vida de los otros, porque si hechos de ese calibre no le suceden a uno, significa que forma parte del paisaje.
La noche se cerraba y era preciso buscar refugio y así evitar dormir al raso. Los hospitales se prestan a dar el abnegado cobijo. También las terminales de transporte. Y los parques públicos. El problema es la multitud demandante de las ciudades. Esta parece crecer por momentos. Hace unos pocos años casi todos nos conocíamos, los de los cajeros automáticos, los de la plaza que hay detrás del antiguo colegio de curas, en cambio hoy se ve demasiada gente nueva, incluso parece haber mutado el perfil clásico del marginado pero, una vez entran a formar parte del equipo, si consiguen resistir las primeras embestidas y no acaban tirándose del obelisco, si aguantan un poco, se equiparan en lo que se refiere a porte y presencia. Muchos no llegarán a suplicar que les dejen así a la edad de la abuela del hospital, porque para ser pobre y desahuciado hay que merecerlo, no sólo aparentarlo. Que la vida maltrata es un hecho, y sólo los afortunados se libran de pasar hambre. El resto tiene un futuro no exento del giro fatal e inesperado de los acontecimientos, pues los cálculos cada vez se hacen más imprecisos. Cuando desperté, supe que la señora había dejado de padecer por una conversación que escuché sin quererlo. En la puerta del edificio, frente a mi banco, el familiar hablaba con un médico a quien yo conocía bastante bien, estudiamos en la misma facultad, y durante unos años trabajamos juntos en el equipo de cirugía molecular del doctor Iturbe. Pero aquello sucedió en otra vida. Supongo que cuando cruzamos fugazmente la mirada no me reconoció. No le culpo. Tampoco yo podría entonces siquiera reconocerme a mí mismo.
C. Rubén S.A.